domingo, 5 de julio de 2015

Ricardo Herrera (Buenos Aires 1949)







La Piedad 1424
De verdad me alegré cuando encontré esta casa
que debe ser tan vieja como yo. Me atraía
el nombre de la calle, me incitaba
a indultar el pasado, a olvidar la crueldad.
Y me acogí con gusto al sobrio amparo
de estos desnudos muros campesinos.
Qué inspirado su nombre, a contramano
de todo lo que corre hacia la nada;
un nombre de otro tiempo, de otro mundo.
Esta casa me ha dado los poemas
de todo el libro; y, con su reciedumbre,
desenterró la infancia sepultada.

En Almuerzo en Traslasierra
Ediciones En Danza, Buenos Aires, 2021.


El mar

¿Qué es lo real, la furia o la ternura?…
No hay presencia ni ausencia en esta hora,
somos fantasmas. Cambia, desfigura
nuestra leyenda, el mar. O nos ignora,
como antes de la dicha. No murmura
el mar, no gime el mar, no clama ahora.
Vuelto resentimiento es una oscura
forma de desamor. Y mi demora
al borde de esa nada, de la playa
en donde moribunda la ola ensaya
un torpe simulacro de poesía,
se parece a esta página. Vacía,
sin vida. El mar, el mar ya no presagia.
Irse, extinguirse, ésa es su última magia. 

Mi sombra 

Me aflige haber mirado hacia el desierto
cuando en el horizonte la ola virgen
fulguraba de azul. 
Me aflige haberme vuelto hacia mi espalda
cuando tu pecho joven
se abrazaba a mi pecho sin pudor. 
No era yo, fue mi sombra
la que torció la vista hacia la nada.
Gocé del mar, gocé tu cuerpo entonces. 
Sacié mi sed de vida para siempre.
Y sin embargo, ahora,
mi sombra me persigue. 
Va deambulando sola
por la casa vacía, por la mente convulsa,
sola con sus fantasmas.

En el jardín

No se mueve una hoja en el jardín.
Un huracán de angustia
se adueña del vacío
que deja la promesa de la vida. 
No se mueve una hoja en el jardín.
Un silencio de eternidad derruida
—como el amigo que no tengo—
me acompaña mientras camino solo. 

El descenso
Entonces descendí a mi propio infierno
por tu amor; escuchándote,
oyéndome, intentando
que tuviese sentido la palabra. 
En lo insondable de mi vieja herida,
enmudecí; vi cómo se apagaba
en un silencio amorfo y nauseabundo
el resplandor dorado del verano, 
nuestro verano, tras el cual nacía
—sin derroche ni asombro—
oscuramente, otoño:
la exigua aurora de la media muerte.

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